Autor Invitado: Las Hamacas de los Kunas

adolfoMi autor invitado: Adolfo Gonzalez Montoya es un hombre semi-retirado de la actividad mercantil. Él vive rodeado de una familia numerosa y de amigos que lo quieren y lo aprecian. Hoy nos escribe esta pequeña memoria de sus viajes juveniles.

De parte de Adolfo: Muy, muy entretenido tu elogio de la hamaca. Esta madrugada, con la tenue luz del amanecer, en la mejor hora de mis días, me llegaron recuerdos de mis viajes, los mismos que adjunto:

La Hamaca:

La hamaca nació con el hombre, y morirá con el hombre. Ignoro si los antropólogos hayan explorado este tema, tampoco me interesa.

Los pueblos indígenas de las regiones cálidas que conozco conciben la hamaca como un elemento incorporado a la vida: después de nacer por un parto en cuclillas, casi siempre cerca de un arroyo, su madre lo lleva a su choza y reposan juntos en una hamaca. A los pocos días, la madre reinicia su dura actividad diaria con el crio a las espaldas, arropado y sostenido por un lienzo que se anuda al frente. Este lienzo es lo más parecido a una hamaca, sólo que sin cuerdas. Durante el día, a espaldas de su madre, el niño asiste en “segunda fila” a las faenas del campo, al cuidado de la casa, a la cría de los animales, a la caza y la pesca para el sustento, a la lavada de la ropa en el arroyo, a las reuniones de mujeres para el “comadreo”, a las reuniones comunales; y, durante la noche, en la hamaca de la choza, junto a la madre y la familia, se entrega al reposo y a los sueños.

En estas comunidades la hamaca no es sólo un elemento del hogar, también es parte de la vida social y de la administración. En la costa caribe de Panamá se ubica el archipiélago de San Blas, habitado por los indígenas Kunas, compuesto por 375 islas e islotes, algunos del tamaño de un patio que alberga no más de 5 palmeras, muchas  deshabitadas. En una de las islas principales donde la población es más densa funciona el local comunal y administrativo de los Kunas. Es una “maloca” circular, construida a la medida de las hamacas y con una disposición acorde con el uso gubernamental y de administración de justicia de la comunidad. Un grueso tronco central sostiene el techo de hojas de palma. En dicha columna  se amarran las cuerdas de 24 hamacas y el otro extremo de las hamacas se atan a las 24 columnas periféricas. Esta disposición permite a las autoridades debatir los temas comunales en igualdad de posición, tranquilamente. Si la discusión es acalorada, no pueden “irse a las manos” , tal vez, tan sólo agarrarse a las patadas. Pero también esta disposición le da a toda la estructura del recinto una unidad dinámica de equilibrio de las fuerzas estructurales, donde los cabildantes y la maloca se constituyen en una unidad arquitectónica de fuerzas de compresión  y  tracción que mantienen el equilibrio. De esta manera, no es aconsejable un sisma de la cúpula administrativa, tampoco se puede “patear el tablero” como se dice, pues la maloca podría venirse abajo por un desbalance en las fuerzas que la componen. La estructura, la disposición, las hamacas, siempre están forzando o sugiriendo acuerdos por unanimidad…o al menos, por una mayoría abrumadora.

También este local comunal sirve de alojamiento para visitantes y turistas. Esta comunidad es propietaria de un pequeño barco que recorre todas las islas habitadas trasladando carga y pasajeros, con destino final la ciudad de Colón. El precio del pasaje incluye traslado, comida y dormida en el local comunal…en la hamaca comunal.

Elogio de la hamaca

hamock

Pocos objetos utilitarios me divierten más que la hamaca y la bicicleta. Invenciones que sirven bien su propósito pero que al mismo tiempo relajan mi alma y la llenan de alegría.

Si usted no conoce el placer de leer un libro acostado en una hamaca, o de comerse un mango sentado en una hamaca con vista al mar, déjeme recomendarle algo: búsquese cuanto antes una hamaca, vale la pena invertir dinero en una bien cómoda y de calidad. Cuando se cuidan bien, las hamacas son muebles que duran décadas. Hágame caso, yo sé que luego me lo agradecerá.

El encanto de la hamaca sobrevive la niñez porque ofrece cosas que la cuna y el columpio no le pueden dar a un adulto. Una de ellas es el estatus: la hamaca es reconocida socialmente como un espacio para dormir y para relajarse, pero no tiene connotación infantil. No importa que uno se columpie en ella o que se balancee para dormir, la hamaca tiene el estatus de respeto al que columpio y cuna no pueden aspirar. Otra cosa que mantiene el encanto de las hamacas es que son las mejores guardianas de las memorias más bellas.

La primera hamaca que recuerdo cuando niño era una red de fibra áspera traída del Amazonas. Durante las fiestas la hamaca se convertía en un lugar mágico. En ella se subían todos los niños y se les veía después bajar felices con la piel toda marcada por líneas rojas cuadriculadas, como si fueran unos jamones de Virginia. La red podía llegar a ser incómoda, pero al menos tenía la ventaja que no se llenaba de las orugas peludas que saltaban a diario desde las plantas de maracuyá. La hamaca era más hueco que cuerda, y nunca salvó las mariposas en ciernes que terminaban como manchas negras y peludas en las baldosas blancas del patio.

Cuando por fin se rompió la hamaca de red, después de otra fiesta con demasiados niños y felicidad en ella, fue reemplazada por un modelo de tela a rayas. Ese modelo era genial, porque yo me podía envolver dentro de la hamaca como si fuese un capullo, y la hamaca se volvía mi escondite, mi refugio. También era más fácil hacer la pirueta en la que te envuelves y luego giras 180 grados, permitiéndome ver hacia el suelo.  Nada me gustaba más que llamar a mi hermana para que viera la pirueta, y se asustara de que me fuera ir de cara contra las baldosas del patio.

Después de esas hamacas tuvimos otras más, una inclusive con palos transversales que no me dejaban hacer monerías. Algunas de las hamacas terminaron en la casa de playa, mirando al mar, como debe ser para toda hamaca decente que se jubila del uso diario. Otras me acompañaron en mis viajes y sirvieron en mi cuarto en varios países. Todas ellas contienen historias de amor, literatura, y hasta de aburrimiento. Pero ahora que soy padre, las dos que aún conservo se han convertido en las que más quiero.

Esas dos hamacas las cuelgo en nuestro patio con cedros colorados, y cuando los amigos de mi hijo nos visitan, esas hamacas se convierten en lugares mágicos. Veo la felicidad en los ojos de los niños, la mirada de complicidad, de amor, de picardía, y de compañerismo. Tomo fotos y las atesoro. Espero que estas hamacas duren varias décadas más, para poder pasárselas con las fotos a mi hijo. Espero que como a mí, a él también las hamacas le relajen el alma, y lo llenen de alegría. Porque cuando el encanto de la hamaca sobrevive la niñez, no hay nada mejor en este mundo.