Elogio de la hamaca

hamock

Pocos objetos utilitarios me divierten más que la hamaca y la bicicleta. Invenciones que sirven bien su propósito pero que al mismo tiempo relajan mi alma y la llenan de alegría.

Si usted no conoce el placer de leer un libro acostado en una hamaca, o de comerse un mango sentado en una hamaca con vista al mar, déjeme recomendarle algo: búsquese cuanto antes una hamaca, vale la pena invertir dinero en una bien cómoda y de calidad. Cuando se cuidan bien, las hamacas son muebles que duran décadas. Hágame caso, yo sé que luego me lo agradecerá.

El encanto de la hamaca sobrevive la niñez porque ofrece cosas que la cuna y el columpio no le pueden dar a un adulto. Una de ellas es el estatus: la hamaca es reconocida socialmente como un espacio para dormir y para relajarse, pero no tiene connotación infantil. No importa que uno se columpie en ella o que se balancee para dormir, la hamaca tiene el estatus de respeto al que columpio y cuna no pueden aspirar. Otra cosa que mantiene el encanto de las hamacas es que son las mejores guardianas de las memorias más bellas.

La primera hamaca que recuerdo cuando niño era una red de fibra áspera traída del Amazonas. Durante las fiestas la hamaca se convertía en un lugar mágico. En ella se subían todos los niños y se les veía después bajar felices con la piel toda marcada por líneas rojas cuadriculadas, como si fueran unos jamones de Virginia. La red podía llegar a ser incómoda, pero al menos tenía la ventaja que no se llenaba de las orugas peludas que saltaban a diario desde las plantas de maracuyá. La hamaca era más hueco que cuerda, y nunca salvó las mariposas en ciernes que terminaban como manchas negras y peludas en las baldosas blancas del patio.

Cuando por fin se rompió la hamaca de red, después de otra fiesta con demasiados niños y felicidad en ella, fue reemplazada por un modelo de tela a rayas. Ese modelo era genial, porque yo me podía envolver dentro de la hamaca como si fuese un capullo, y la hamaca se volvía mi escondite, mi refugio. También era más fácil hacer la pirueta en la que te envuelves y luego giras 180 grados, permitiéndome ver hacia el suelo.  Nada me gustaba más que llamar a mi hermana para que viera la pirueta, y se asustara de que me fuera ir de cara contra las baldosas del patio.

Después de esas hamacas tuvimos otras más, una inclusive con palos transversales que no me dejaban hacer monerías. Algunas de las hamacas terminaron en la casa de playa, mirando al mar, como debe ser para toda hamaca decente que se jubila del uso diario. Otras me acompañaron en mis viajes y sirvieron en mi cuarto en varios países. Todas ellas contienen historias de amor, literatura, y hasta de aburrimiento. Pero ahora que soy padre, las dos que aún conservo se han convertido en las que más quiero.

Esas dos hamacas las cuelgo en nuestro patio con cedros colorados, y cuando los amigos de mi hijo nos visitan, esas hamacas se convierten en lugares mágicos. Veo la felicidad en los ojos de los niños, la mirada de complicidad, de amor, de picardía, y de compañerismo. Tomo fotos y las atesoro. Espero que estas hamacas duren varias décadas más, para poder pasárselas con las fotos a mi hijo. Espero que como a mí, a él también las hamacas le relajen el alma, y lo llenen de alegría. Porque cuando el encanto de la hamaca sobrevive la niñez, no hay nada mejor en este mundo.