Yo tengo un recuerdo de hace más de veinte años. Era una mañana fría en Bogotá. Yo estaba en una hilera de hombres jóvenes, en formación, mirando a la pared. Todos nerviosos. Todos en ropa interior, esperando a que el médico nos examinara los testículos. Las secretarias en el cuarto contiguo hacían mercado de ojo por la ventanilla. Los militares a cargo del reclutamiento examinaban de arriba a abajo a cada uno de los posibles conscriptos. Yo estaba en mis calzoncillos, avergonzado de mi blancura excepcional, en medio de tanta piel morena. Sentía que todas las miradas se enfocaban en nosotros, como si tuviéramos en la espalda un cartel que decía “carne fresca”.
Me habían dicho “A los blancos no los mandan al monte a pelear sino que los ponen detrás de escritorios durante el servicio”, y saber eso me hacía sentir vergüenza por mis privilegios, pero también me hacía sentir menos asustado. También tenía una excusa médica, por mis pies empinados de nacimiento, y las cicatrices para demostrar la cirugía que me permitió por fin caminar como los otros niños. Pero la mirada y trato de los coroneles me ponía a dudar si ellos iban a creer la validez de los papeles medicos, o si ellos iban a decirme que con la cirugía yo ya estaba del todo curado. De manera más vergonzosa, tenía memorizado el nombre y número de teléfono de un general, para asegurarme que si me subían en el camión de conscriptos, pudiera llamar para que al menos no me llevaran inmediatamente fuera de la ciudad.
La posibilidad de pagar mi servicio militar obligatorio yendo a la guerra con la guerrilla me tenía absolutamente aterrorizado. Era la clase de terror visceral que te hace sentir que en cualquier momento se te van a soltar los esfínteres y te vas a ensuciar los pantalones. El servicio militar significaba para mí en el mejor de los casos interrumpir mis estudios y pasar un año en los cuarteles. En el peor de los casos el servicio militar significaba ser carne de cañón contra la guerrilla en el monte y “objetivo militar” para los narcoterroristas en las ciudades. Al final las cicatrices convencieron al médico. Los militares y yo estábamos de acuerdo: yo no sirvo para cargar un fusil y morral en la selva. Me dijeron que me podía ir. Fui a la casa feliz, y esa tarde regresé a mi vida de estudiante en una universidad de élite. Como si nada hubiese pasado.
Yo ya hace mucho que no vivo en Colombia. ¿Para qué decir cómo hubiese votado en el plebiscito del acuerdo de Paz? Mi voto imaginario no cuenta. En el Consulado de Colombia, que está a muchas horas de acá, no saben de mí hace años. Pero cuando me entero que los Colombianos votamos ayer en contra del acuerdo de paz, pienso en mí mismo hace más de veinte años. Pienso en los jóvenes a punto de entrar ahora en esos galpones, donde después de un examen médico y un sorteo puedes salir a pie para tu casa. O puedes salir en camiones directo para los cuarteles y de allá a pelear en donde te manden. Pienso en mi hijo, que todavía no es ciudadano colombiano. Pienso en su futuro. Pienso también en la paz triste de los cementerios. Pienso sobre todo en todos los futuros truncados. ¿Habrá algún día un futuro sin guerra en Colombia? Eso espero, por el bien de los que se quedaron, y por la tranquilidad de conciencia de los que nos fuimos.