Me gusta engañarme, me gusta pensar que estoy a salvo de una muerte violenta. Que a mi hijo nunca le va a pasar nada malo porque yo siempre lo puedo proteger. Y cuando la realidad me recuerda que mis seguridades son solo percepciones subjetivas, pues me hago el loco y no pasa a más. Es un juego que me doy el lujo de jugar en un barrio relativamente seguro, donde no tenemos que conducir a menudo en las autopistas con borrachos, ni se ve violencia en las calles.
Pero ahora es de noche, y mis fantasmas me visitan en el sótano de la casa. Unos son tan viejos que los he visto desde que tengo memoria. Un trapito rojo y un cartelito que dice «somos periodistas» en las manos de un jovencísimo hombre. Él es un fantasma que cuando vi por primera vez parecía un adulto hecho y derecho. Yo crecí, pero el pobre espectro quedó inmortalizado joven y desfigurado en una foto en blanco y negro. Los espectros más nuevos llegan a todo color. La niña de ojos color almendra, la que nunca regresó a casa después de la escuela, hoy se descubrió la cabeza, señal que ya se siente en casa. Prendo su telenovela en la televisión para que ella se entretenga. Me hago el loco, la miro sin querer mirar, y trato de no pensar en su cabello ensangrentado.
Pero cuando ves la artillería matar un hijo de otro no hay manera de hacerse el loco. ¿Cómo no querer gritar?
Esta noche llegaron dos fantasmas nuevos: Un niño de ocho años, con la barriga llena de esquirlas. A él le presto el balón de fútbol de mi hijo. Busco más juguetes que tal vez estén olvidados en nuestro sótano. Le pido que por favor no suba al cuarto de mi niño. Que mi hijo aún no está listo para ver espectros tan reales. Al lado del niño llegó un hombre carbonizado, aún aferrado a su computadora, y con un pedazo de turbina atravesado en su cadera.
Me engaño pensando que la tecnología de los cohetes nos permite poner satélites en órbita y nos permitirá llegar a otros planetas. Pero los cohetes son hechos para matar y destruir. Ese es su objetivo y utilidad principal. Porque la muerte te alcanza jugando en la playa, o cuando estás en las nubes. Pasa todos los días, y pasa en muchos lados, lo que pasa es que hoy leí las noticias, y me di más cuenta de ella, de la muerte. Gané más imágenes de fantasmas, para hacerme compañía en mis noches largas.
Los que luchan para salvar vidas de las garras de la enfermedad están de luto. El conocimiento y las iniciativas para eliminar el SIDA han retrocedido varios años gracias a otro cohete que destruyó un avión en Ucrania. La destrucción de unos cientos de familias creció a potencialmente cientos de miles de familias. Al menos cuando pase el dolor y la ira, podré conversar con el hombre carbonizado. Siempre tuve curiosidad sobre el siempre cambiante VIH. Nada mejor que un fantasma con el que se pueden aprender cosas fascinantes durante las horas de desvelo.
Lejos como estoy del dolor de las familias de las víctimas de la violencia, seguro como me siento en mi bastión de la clase media americana, todavía me alcanza, me duele, y me frustra la muerte. No lo puedo evitar.
Quisiera gritar. Pero mi hijo duerme, no quiero despertarlo y asustarlo. Mejor me callo. Le pido a mis fantasmas que se queden conmigo en el sótano. Así mi familia estará a salvo de las imágenes de la guerra. Además la guerra no nos puede tocar aquí, o al menos eso es lo que me gusta pensar, y cuando la muerte violenta me toca el alma, pues me hago el loco, y no pasa nada más.
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