José había sido un médico por treinta años. Pero él siempre dejó que su esposa se encargara de la salud de su hija y nunca mencionó los exámenes médicos que sabía Lupe tenía que comenzar a hacerse. «Lupe no tiene novio» decía Ana. «Nuestra hija solo tiene tiempo de pensar en sus estudios» se decía José. El entendía la importancia de la vacuna para prevenir el cáncer uterino, pero Ana tenía miedo que su preciosa hija cambiaría si le la aplicaban, y los temores de Ana prevalecieron sobre las recomendaciones medicas.
Ahora José se pregunta si él carga tanta responsabilidad como Ana por no proteger a su hija, por confiar que lo impensable nunca pasaría, por cerrar sus ojos y cruzar los dedos. Se pregunta si él es culpable por confiar en que las cosas malas nunca le pasan a la gente buena, que nunca pasaría lo que le pasó a Lupe. La buenisíma Lupe que en sus ojos aún era una pequeña niña en los brazos de Ana.
Ana, sentada con su dolor, no puede parar de llorar en silencio. Se pregunta por qué castigar con la muerte el simple pecado de amar tan temprano? Por qué llevarse así a su Lupe? Ana trata de tomar el rosario que está al lado del sillón, pero no puedo hacerlo, en lugar de eso toma el ovillo de lana y las agujas. Se pone a tejer, a terminar una bufanda que ya no tiene dueño.
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