Yo soy el tercer planeta del sistema solar. Por un tiempo me llamaron planeta tierra pero ahora no tengo nombre. Al principio yo no era más que un montón de rocas ardientes. Pero algo pasó que me convirtió en algo especial. Al menos por un tiempo. Déjenme contarles mi historia.
En la galaxia, un planeta es un montón de rocas que no pudo llegar a ser una estrella. Redondo, como las estrellas, pero sin las gigantescas calderas atómicas que las caracterizan.
Los pobres planetas giramos alrededor de los cuerpos estelares que sí tienen mayor masa y alcurnia. Somos segundones que comenzamos con una temperatura muy elevada pero nos enfriamos con el tiempo, sin posibilidad de avivar nuestra llama interna.
En el sistema solar el que manda es el sol, la estrella central que calienta e ilumina. Todos los demás somos objetos celestes de segunda clase. Al menos los planetas tenemos un pequeño consuelo: somos dueños de nuestra órbita. Pobres de los cuerpos rocosos que no son dueños de su propia órbita, esos siempre serán planetas enanos, no importa que tan redondos sean.
Hay planetas adornados con lunas, como si tener seguidores girando a tu alrededor te diera más estatus. Pero la verdad es que las lunas no son más que un collar de joyas preciosas en el cuello de una hormiga. Si se les ve con una lupa puede que se vean lindas, pero de lejos una hormiga es sólo una hormiga.
Los planetas cubiertos de agua se ven aún más pretenciosos, con colores que brillan a lo lejos. Pero los océanos a menudo son como una capa de barniz, más pinta que sustancia, un brillo que no ilumina. Encima de eso está la atmósfera, la piel planetaria que se pela en escamas microscópicas. Partículas que se tratan de escapar al espacio, y en su huida forman visiones de caleidoscopios y también generan el clima.
Yo tengo una luna y océano, pero también me creció una atmósfera. Lentamente el océano comenzó a respirar. La vida surgió y transformó mi atmósfera, la llenó del oxígeno que vivía atrapado en mis rocas. La atmósfera se volvió una manta, que evitó que el agua se congelara con el frío del espacio. Ese es el comienzo del final de mi historia. La vida caminó sobre la tierra y con ella todo cambió mucho. Aunque al final es como si no hubiera cambiado nada.
La vida en mi superficie comenzó a crecer, surgieron los humanos. adorándome, y quemando sus pequeñas hogueras. Sus luciérnagas eléctricas iluminaron mis noches por un segundo de mi historia. Sus voces me dieron nombre, y sus máquinas visitaron otros planetas para tomar fotos de mi belleza. Hasta el día, tan rápido como un suspiro, cuando la atmósfera se turnó agria, los océanos ácidos, la atmósfera de los humanos terminó con sus vidas. En ese instante sus voces se apagaron, sus hogueras se extinguieron, y me contenté con mascotas nuevas. Pero ellas no me dan nombre, no toman fotos, y no iluminan mis noches.
Un planeta, ese montón de rocas que nunca llegó a ser estrella, puede hacer algo con su insignificancia. Puede albergar vida. Yo soy mucho más que un montón de rocas, y por un instante, por un precioso instante, también tuve un nombre. Me llamaron tierra.