Sobre la muerte de un infante

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El peso de su niño ya no era el mismo. Ahora en la bolsa se sentía más como un gatito huezudo. Una masa de carne sin vida, que colgaba sobre sus hombros como un costal lleno de globos de agua.

José sentía menos dolor ahora que podía encargarse de su niño. Esa madrugada se depidió de toda la familia. Apagó las velas alrededor de la cama, esperó a que su esposa le diera un ultimo beso a su niño en la frente, lo envolvió con cuidado en las sábanas, y puso su cuerpo en una bolsa. Ahora el peso de su niño estaba sobre sus hombros, pero al menos esta vez José tenía la suerte de su hijo en sus manos. Nunca tuvo el dinero para pagar los médicos que su niño necesitaba. Ahora tampoco tenía dinero para pagarle el entierro que su angelito merecía, pero José tenía una espalda fuerte y sabía como utilizar una pala.

Caminando rápido pero tratando de no llamar la atención, José comienza a seguir la ruta que le enseño el vecino, subiendo el cerro por un sendero de rocas, hasta la segunda torre eléctrica, luego a la derecha por diez minutos. Cuando José llegó al cementerio clandestino la luz de la mañana comenzaba a iluminar el arenal lleno de cruces. La imagen no era macabra, tampoco muy triste. José sabía que su niño no estaría solo. Algunas de las fotos eran de niños que él había visto jugar con su hijo en el pasado. Su niño no estaría solo. José empezó a cavar y el sudor reemplazo las lágrimas. El calor del ejercicio le quitó un poco la tristeza del alma.

José le dio un último abrazo a la bolsa, y por un segundo sintió el calor de los abrazos que tanto iba a extrañar.

Con una sonrisa dijo:

«Buenas noches mi niño. Que sueñes con los angelitos.»

José llenó el agujero con tierra, puso una cruz y una foto. Comenzó a caminar hacia su casa, donde su familia lo esperaba.

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