La brocha de pintura se resbaló del peldaño de la escalera y cayó a la acera, marcando el espacio público con un manchón color amarillo pollito, un color amarillo tan intenso que almas menos caritativas lo llamaban amarillo diarrea.
Menos mal es el color del partido del alcalde- pensó Edwin. Si fuera color rojo hasta me metían preso por comunista.
Era aún de madrugada y nadie vio el reguero. Pero limpiarlo significaba demorarse más tiempo en esa calle oscura y hoy Edwin sentía una sensación incómoda. Tal vez por los disparos que sonaron toda la noche cerca a su casa, más a menudo de lo que él estaba acostumbrado a escuchar en su barriada.
Edwin bajó de la escalera recostada contra el muro y se fijó desdeñoso en todos los papeles de periódico en el suelo. Los periódicos que a pesar de cubrir media acera habían fallado su función de proteger el cemento de las manchas accidentales.
– Periódico de mierda – dijo mientras trataba de limpiar el reguero con las páginas sobrantes.
En eso Edwin reconoció las fotos de la portada en la página cultural del diario. El titular decía: «Roquefort y Montalba afirma que murales son arte marginal y temporal. Activista cultural Smith Zárate protesta la represión e ignorancia cultural del alcalde.»
¿Quién lo creyera? Edwin por fin se enteró del nombre de las mujeres que conoció frente a esa pared: Josefina de la Purísima Sangre Roquefort y Montealba, Encargada Cultural de la municipalidad y Mary Smith Zárate, Artista especialista en murales. Con todo lo que pasó la última vez que las vio, no tuvo tiempo de saber sus nombres.
El titular de periódico por fin la daba nombres propios y sentido a ese encontronazo que tuvo con ellas. Pasó allí mismo, enfrente de ese mural público, que en unos brochazos más se iba a convertir en una pared amarilla.
El encontronazo había sido tempranito en la mañana. La mujer rubia llegó en un taxi justo cuando Edwin comenzaba a bajar las latas de pintura de su camioneta.
– Pare. Pare le digo. Este es un atropello cultural. Ni se le ocurra pintar sobre esa obra de arte.
Edwin explicó a la rubia que él no estaba atropellando nada, que su camioneta estaba bien parqueada y sobre el pavimento, y que él solo era un contratista de la municipalidad. Contratado para pintar la pared de color amarillo.
– De acá no me muevo -dijo la mujer- Y prepárese porque vienen más amigos.
Y más amigos vinieron, muchos amigos de la rubia. También llegaron la policía y las cámaras del noticiero.
Edwin, si poder seguir con su trabajo, se quedó sentado en una lata de pintura. Su camioneta atrapada entre tanto auto estacionado en medio de la calle.
Luego llegó una mujer pelirroja, con dispositivo de seguridad incluido:
– Esta obra de arte marginal no va con la visión de una ciudad moderna como la nuestra- Dijo la pelirroja. Es claramente un trabajo temporal que desdice la belleza del centro histórico.
– No es cierto- dijo la rubia. Esto es una atropello cultural del alcalde y su grupo de prepotentes. El mural es una expresión popular del arte del pueblo para el pueblo.
– Eso se nota- contravino la otra. Este no es un Mural de Miguel Ángel, sino que más parece un dibujo de Miguelito. Y esos colores causan náuseas! No es arte popular sino populachero.
– Que ignorancia! – dijo la rubia. El diseño del mural es nuevo-indígena-mestizo estilizado para reflejar el sincretismo cultural de las migraciones que confeccionan el tejido vernacular de nuestra sociedad popular.
Edwin, a pesar de no poder terminar de pintar su pared debido a la interrupción de la rubia y sus amigos, estaba de un ánimo bastante jovial y decidió intervenir:
– Disculpe, ¿Es este mural un arte para la gente del barrio? – preguntó Edwin.
– Sí- respondió la rubia.
– Y entonces- preguntó Edwin- ¿Por qué no tiene el mural ni una mujer desnuda, ni tampoco el corazón de Jesús? ¿No sabe que esos son los temas que acá son los que más les gustan?
La cara de horror que pusieron al unísono esas dos mujeres cuando escucharon a Edwin abrir la boca era de antología. Edwin de verdad se había ganado un rezongón, pero lo había hecho a propósito para molestarlas. El recuerdo de esas caras desfiguradas lo había puesto a reir la tarde anterior, pero esta madrugada oscura sólo le daba escalofríos. Tal vez era la conciencia que lo estaba recriminando. Esta madrugada de pasada en su camioneta, entrevió en la oscuridad lo que parecían tres borrachos robándole a otro tipo en el suelo. Pero ¿Para qué iba Edwin a parar? él no podía contra tres solo, y de todas maneras, es mejor no meterse en líos de borrachos.
Para distraer las ideas amargas, Edwin trató de recordar las palabras exactas de la rubia y la pelirroja cuando respondieron su comentario:
– Misógino imbécil – dijo la rubia. Edwin luego buscó la primera palabra en el diccionario. Le sacó una carcajada al leer su significado y anotó la palabra para no olvidarse de ella.
Lo que dijo la pelirroja tomó más tiempo para recordar:
– Inculto igualado ignorante impío hable cuando se le pregunte y respete por el amor de dios.- dijo la pelirroja de una sentada y sin detenerse a respirar. Edwin estaba seguro de que ella hubiera dicho más palabras y de otro calibre, pero los periodistas de la televisión estaban muy cerca para que la Encargada Cultural dijera todo lo que estaba pensando.
El verse unidas contra un enemigo común disipó la hostilidad entre las dos mujeres.
– ¿Tal vez podamos hablar sobre este tema en la Municipalidad?- dijo la pelirroja- Yo creo que podemos repensar la temporalidad de esta manifestación de arte popular.
– Me parece muy bien- dijo la otra- Pero sólo si recibo tu palabra que el mural no será tocado.
– Por supuesto. Te doy mi palabra. Y a usted, el pintor igualado. Ni se le ocurra pintar esta pared hasta que reciba una orden de la municipalidad.
– Entendido- dijo Edwin sabiendo que no le convenía desobedecer a la pelirroja que claramente trabajaba en la municipalidad.
Las dos mujeres se dieron la mano, y como por arte de magia los noticieros de televisión y los policías se marcharon.
La pelirroja se subió a su carro, y un minuto después uno de sus guardaespaldas se bajó del carro para darle espacio a la rubia. Las dos se fueron sentadas juntitas.
Los amigos de la rubia siguieron cerca al mural hasta que vieron a Edwin poner todas las latas de pintura en su camioneta. Luego se fueron también.
Cuando Edwin se estaba trepando a la camioneta para salir, el guardaespaldas de la pelirroja le agarró un hombro y dijo:
– En dos días viene usted de madrugada antes que salga el sol. Estaciona su camioneta en la esquina donde no hay luz y trae sus materiales hasta acá. Pinta la pared de amarillo rapidito y sin que lo vea nadie. Sólo puede cobrar cuando termine el trabajo sin que nadie lo vea ¿Entendido?
– Entendido- dijo Edwin.
Pero no fueron las instrucciones del guardaespaldas las que hicieron que Edwin viniera tan temprano a pintar la pared esta madrugada. En esta época del año amanecía tan tarde que Edwin aún tenía varias horas de oscuridad para trabajar. La verdad es que Edwin vino en la mitad de la noche porque no podía dormir. Estaba seguro de que además de los disparos había escuchado gritos de auxilio desde el bar vecino a su casa. Golpes en la pared. Gruñidos. Edwin no podía dormir con tanto alboroto y decidió comenzar su trabajo lo antes posible esa madrugada.
La ventaja – pensó Edwin- es que a esta hora no pasa un alma por esta calle.
Por eso lo sorprendió escuchar unos pasos acercándose. Ya la mancha amarilla en la acera estaba limpia. Pero las instrucciones del guardaespaldas eran claras. Nadie lo podía ver tapando el mural con pintura amarilla.
Edwin se bajó de la escalera y trató de ver la figura que se acercaba en la penumbra del escaso alumbrado público.
– Un borracho, tiene que ser un borracho con esa forma de caminar – Pero algo en el borracho hacía que a Edwin se le pusieran los pelos de punta.
Edwin agarró el destornillador que usaba para abrir las latas de pinturas y lo puso en su mano oculta detrás de la escalera.
– Buenas noches, o debo decir buenos días- dijo Edwin con la voz más normal que pudo.
Pero la única respuesta fue que el borracho comenzó a correr hacia Edwin.
Edwin puso el destornillador frente a sí para protegerse, esperando que el borracho se acercara lo suficiente para ver dónde clavar el metal. Pero Edwin no estaba preparado para lo que vio. Apenas el borracho salió de la oscuridad Edwin lanzó un grito de terror. El cuerpo de su enemigo estaba cubierto de sangre, y partes donde Edwin hubiera clavado con gusto su destornillador ya no estaban, eran espacios tan vacíos como las carcasas que dejan los buitres en los basurales.
A pesar del mal estado del borracho, Edwin tuvo problemas para contener su impulso y los dos cayeron al suelo. Edwin clavó el destornillador en el cuello del otro. Pero el efecto fue mínimo. Lo único que el otro hizo fue tratar de morder la mano de Edwin.
Hambre- pensó Edwin- este hombre se volvió loco de hambre.
Edwin clavó su destornillador en uno de los ojos de su contrincante. Pero la falta de reacción le confirmó que su contrincante estaba más allá de toda forma de dolor.
Edwin se levantó y trató de correr, pero se tropezó con la escalera y se golpeó la cabeza contra la pared amarilla. Ya perdiendo la conciencia por el golpe y con la cara contra el piso Edwin se preguntó si se lo iban a comer vivo, y si mañana su muerte se reportaría en los periódicos, y si la rubia y pelirroja por fin se enterarían de su nombre en los titulares.
Pero Edwin no debió preocuparse por eso, porque mañana en esa ciudad, no se editaría más periódicos.