Mi carrera académica acabó hace catorce años.
En una reunión a puerta cerrada, el decano fue el único que habló en mi comité de evaluación:
«Usted es el microbiólogo más incompetente en la historia de esta institución»
«Estas son las muestras más contaminadas que he visto en mi vida»
«Me voy a asegurar personalmente que ninguna institución científica lo contrate»
Sin derecho a réplica, esas palabras decidieron mi futuro. Doce años de estudios superiores se fueron por la cañería del desagüe, y mi vida cambió para siempre. El decano cumplió su palabra: nadie me dío trabajo. Comencé a beber demasiado, se destruyó mi matrimonio, y me quedé en la calle.
Unos años después logré recuperarme. Encontré trabajitos de laboratorio en la industria biotecnológica, cosas que normalmente se les dan a practicantes de universidad. Hace dos meses, después de años como trabajador de planta, me ascendieron a control de calidad en la compañía de insumos médicos y forenses en la que trabajo.
Hoy, catorce años después, estoy en otra reunión a puerta cerrada, de nuevo sin derecho a réplica:
«Los resultados de control de calidad llegaron ayer. La contaminación concuerda perfectamente con su ADN, así que usted fue el que contaminó nuestro producto»
«Por lo menos cuarenta casos por asesinato van a tener que ser reprocesados por la contaminación con su ADN. Su incompetencia nos costó el contrato con la policía de la ciudad»
«Personalmente me aseguraré que nadie en la industria lo contrate de nuevo»
La ironía de dos reuniones a puerta cerrada tan parecidas no deja de molestarme un poco. Pero esta vez el despido es justificado. Es consecuencia directa de mis acciones, así que sonrio.
Después de todo, la venganza tiene un precio. Un precio muy pequeño comparado con la satisfacción del crimen perfecto, y el dulce recuerdo de los gritos de agonía del decano.