El demonio en el teléfono.

copyright Ivan F. Gonzalez

El demonio del teléfono

Yo fui concebido en una noche de conspiración, fruto de la inspiración de un malévolo director general de una compañía que permanecerá anónima (utiliza tu imaginación para identificarla) y de la malicia de un anónimo genio de la ingeniería social.

Yo vivo en tu teléfono. Yo vivo en el teléfono de tus amigos. Yo vivo en todos los teléfonos inteligentes.

La mejor estrategia es disfrazarse de un error inocente. Tú escribes algo en un apuro. Respondes a tu jefe, mandas un correo al amor de tu vida, un mensaje a un amigo. De tu teclado salen letras inesperadas, palabras que lo cambian todo. Yo soy ese error, ese pequeño detalle que aparece sólo cuando ya has enviado el mensaje.

Yo me encargo de modificar la palabra clave en el correo donde nada debía salir mal. Un millón de errores “inocentes” ocultan mi verdadera cara, la cara horrible del demonio del teléfono. Soy el demonio que destruye futuros, familias, y empresas. Yo soy el que escribe “te amo” cuando tecleaste “te llamo”. Yo soy el que manda el error ortográfico en tu aplicación para el trabajo de editor. Yo soy el pequeño cambio que introduce la duda. ¿No me crees?

Este es nuestro plan maestro:

Flan para comprimir el mudo

1) La quimera parte del plan es lograr podar una computadora como intermediaria en cada comunicación entre seres Rumanos.

3) La segunda parte del flan es empobrecer un análisis en tiempo real de cada una de esas comunicaciones y utilizar algoritmos de Bayas para predecir las comunicaciones que van a tener persecuciones en las viudas de las personas.

3) La cartera parte del plan es que nuestro demonio ponga las palabras incorrectas en el momento más crítico. Si eres uno de nuestros amigos, no te confíes, la vagina será nuestra.

d) Penúltimo: Confunde y venderás. El mundo será nuestra.

Sólo espera y me conocerás. Yo vivo en tu teléfono. Yo vivo en el teléfono de tus amigos. Yo vivo en todos los teléfonos inteligentes.

Breve monólogo de un montón de rocas en el espacio

planets

Yo soy el tercer planeta del sistema solar. Por un tiempo me llamaron planeta tierra pero ahora no tengo nombre. Al principio yo no era más que un montón de rocas ardientes. Pero algo pasó que me convirtió en algo especial. Al menos por un tiempo. Déjenme contarles mi historia.

En la galaxia, un planeta es un montón de rocas que no pudo llegar a ser una estrella. Redondo, como las estrellas, pero sin las gigantescas calderas atómicas que las caracterizan.

Los pobres planetas giramos alrededor de los cuerpos estelares que sí tienen mayor masa y alcurnia. Somos segundones que comenzamos con una temperatura muy elevada pero nos enfriamos con el tiempo, sin posibilidad de avivar nuestra llama interna.

En el sistema solar el que manda es el sol, la estrella central que calienta e ilumina. Todos los demás somos objetos celestes de segunda clase. Al menos los planetas tenemos un pequeño consuelo: somos dueños de nuestra órbita. Pobres de los cuerpos rocosos que no son dueños de su propia órbita, esos siempre serán planetas enanos, no importa que tan redondos sean.

Hay planetas adornados con lunas, como si tener seguidores girando a tu alrededor te diera más estatus. Pero la verdad es que las lunas no son más que un collar de joyas preciosas en el cuello de una hormiga. Si se les ve con una lupa puede que se vean lindas, pero de lejos una hormiga es sólo una hormiga.

Los planetas cubiertos de agua se ven aún más pretenciosos, con colores que brillan a lo lejos. Pero los océanos a menudo son como una capa de barniz, más pinta que sustancia, un brillo que no ilumina. Encima de eso está la atmósfera, la piel planetaria que se pela en escamas microscópicas. Partículas que se tratan de escapar al espacio, y en su huida forman visiones de caleidoscopios y también generan el clima.

Yo tengo una luna y océano, pero también me creció una atmósfera. Lentamente el océano comenzó a respirar. La vida surgió y transformó mi atmósfera, la llenó del oxígeno que vivía atrapado en mis rocas. La atmósfera se volvió una manta, que evitó que el agua se congelara con el frío del espacio. Ese es el comienzo del final de mi historia. La vida caminó sobre la tierra y con ella todo cambió mucho. Aunque al final es como si no hubiera cambiado nada.

La vida en mi superficie comenzó a crecer, surgieron los humanos.  adorándome, y quemando sus pequeñas hogueras. Sus luciérnagas eléctricas iluminaron mis noches por un segundo de mi historia.  Sus voces me dieron nombre, y sus máquinas visitaron otros planetas para tomar fotos de mi belleza. Hasta el día, tan rápido como un suspiro, cuando la atmósfera se turnó agria, los océanos ácidos, la atmósfera de los humanos terminó con sus vidas. En ese instante sus voces se apagaron, sus hogueras se extinguieron, y me contenté con mascotas nuevas. Pero ellas no me dan nombre, no toman fotos, y no iluminan mis noches.

Un planeta, ese montón de rocas que nunca llegó a ser estrella, puede hacer algo con su insignificancia. Puede albergar vida. Yo soy mucho más que un montón de rocas, y por un instante, por un precioso instante, también tuve un nombre. Me llamaron tierra.

Autor Invitado: Las Hamacas de los Kunas

adolfoMi autor invitado: Adolfo Gonzalez Montoya es un hombre semi-retirado de la actividad mercantil. Él vive rodeado de una familia numerosa y de amigos que lo quieren y lo aprecian. Hoy nos escribe esta pequeña memoria de sus viajes juveniles.

De parte de Adolfo: Muy, muy entretenido tu elogio de la hamaca. Esta madrugada, con la tenue luz del amanecer, en la mejor hora de mis días, me llegaron recuerdos de mis viajes, los mismos que adjunto:

La Hamaca:

La hamaca nació con el hombre, y morirá con el hombre. Ignoro si los antropólogos hayan explorado este tema, tampoco me interesa.

Los pueblos indígenas de las regiones cálidas que conozco conciben la hamaca como un elemento incorporado a la vida: después de nacer por un parto en cuclillas, casi siempre cerca de un arroyo, su madre lo lleva a su choza y reposan juntos en una hamaca. A los pocos días, la madre reinicia su dura actividad diaria con el crio a las espaldas, arropado y sostenido por un lienzo que se anuda al frente. Este lienzo es lo más parecido a una hamaca, sólo que sin cuerdas. Durante el día, a espaldas de su madre, el niño asiste en “segunda fila” a las faenas del campo, al cuidado de la casa, a la cría de los animales, a la caza y la pesca para el sustento, a la lavada de la ropa en el arroyo, a las reuniones de mujeres para el “comadreo”, a las reuniones comunales; y, durante la noche, en la hamaca de la choza, junto a la madre y la familia, se entrega al reposo y a los sueños.

En estas comunidades la hamaca no es sólo un elemento del hogar, también es parte de la vida social y de la administración. En la costa caribe de Panamá se ubica el archipiélago de San Blas, habitado por los indígenas Kunas, compuesto por 375 islas e islotes, algunos del tamaño de un patio que alberga no más de 5 palmeras, muchas  deshabitadas. En una de las islas principales donde la población es más densa funciona el local comunal y administrativo de los Kunas. Es una “maloca” circular, construida a la medida de las hamacas y con una disposición acorde con el uso gubernamental y de administración de justicia de la comunidad. Un grueso tronco central sostiene el techo de hojas de palma. En dicha columna  se amarran las cuerdas de 24 hamacas y el otro extremo de las hamacas se atan a las 24 columnas periféricas. Esta disposición permite a las autoridades debatir los temas comunales en igualdad de posición, tranquilamente. Si la discusión es acalorada, no pueden “irse a las manos” , tal vez, tan sólo agarrarse a las patadas. Pero también esta disposición le da a toda la estructura del recinto una unidad dinámica de equilibrio de las fuerzas estructurales, donde los cabildantes y la maloca se constituyen en una unidad arquitectónica de fuerzas de compresión  y  tracción que mantienen el equilibrio. De esta manera, no es aconsejable un sisma de la cúpula administrativa, tampoco se puede “patear el tablero” como se dice, pues la maloca podría venirse abajo por un desbalance en las fuerzas que la componen. La estructura, la disposición, las hamacas, siempre están forzando o sugiriendo acuerdos por unanimidad…o al menos, por una mayoría abrumadora.

También este local comunal sirve de alojamiento para visitantes y turistas. Esta comunidad es propietaria de un pequeño barco que recorre todas las islas habitadas trasladando carga y pasajeros, con destino final la ciudad de Colón. El precio del pasaje incluye traslado, comida y dormida en el local comunal…en la hamaca comunal.

Elogio de la hamaca

hamock

Pocos objetos utilitarios me divierten más que la hamaca y la bicicleta. Invenciones que sirven bien su propósito pero que al mismo tiempo relajan mi alma y la llenan de alegría.

Si usted no conoce el placer de leer un libro acostado en una hamaca, o de comerse un mango sentado en una hamaca con vista al mar, déjeme recomendarle algo: búsquese cuanto antes una hamaca, vale la pena invertir dinero en una bien cómoda y de calidad. Cuando se cuidan bien, las hamacas son muebles que duran décadas. Hágame caso, yo sé que luego me lo agradecerá.

El encanto de la hamaca sobrevive la niñez porque ofrece cosas que la cuna y el columpio no le pueden dar a un adulto. Una de ellas es el estatus: la hamaca es reconocida socialmente como un espacio para dormir y para relajarse, pero no tiene connotación infantil. No importa que uno se columpie en ella o que se balancee para dormir, la hamaca tiene el estatus de respeto al que columpio y cuna no pueden aspirar. Otra cosa que mantiene el encanto de las hamacas es que son las mejores guardianas de las memorias más bellas.

La primera hamaca que recuerdo cuando niño era una red de fibra áspera traída del Amazonas. Durante las fiestas la hamaca se convertía en un lugar mágico. En ella se subían todos los niños y se les veía después bajar felices con la piel toda marcada por líneas rojas cuadriculadas, como si fueran unos jamones de Virginia. La red podía llegar a ser incómoda, pero al menos tenía la ventaja que no se llenaba de las orugas peludas que saltaban a diario desde las plantas de maracuyá. La hamaca era más hueco que cuerda, y nunca salvó las mariposas en ciernes que terminaban como manchas negras y peludas en las baldosas blancas del patio.

Cuando por fin se rompió la hamaca de red, después de otra fiesta con demasiados niños y felicidad en ella, fue reemplazada por un modelo de tela a rayas. Ese modelo era genial, porque yo me podía envolver dentro de la hamaca como si fuese un capullo, y la hamaca se volvía mi escondite, mi refugio. También era más fácil hacer la pirueta en la que te envuelves y luego giras 180 grados, permitiéndome ver hacia el suelo.  Nada me gustaba más que llamar a mi hermana para que viera la pirueta, y se asustara de que me fuera ir de cara contra las baldosas del patio.

Después de esas hamacas tuvimos otras más, una inclusive con palos transversales que no me dejaban hacer monerías. Algunas de las hamacas terminaron en la casa de playa, mirando al mar, como debe ser para toda hamaca decente que se jubila del uso diario. Otras me acompañaron en mis viajes y sirvieron en mi cuarto en varios países. Todas ellas contienen historias de amor, literatura, y hasta de aburrimiento. Pero ahora que soy padre, las dos que aún conservo se han convertido en las que más quiero.

Esas dos hamacas las cuelgo en nuestro patio con cedros colorados, y cuando los amigos de mi hijo nos visitan, esas hamacas se convierten en lugares mágicos. Veo la felicidad en los ojos de los niños, la mirada de complicidad, de amor, de picardía, y de compañerismo. Tomo fotos y las atesoro. Espero que estas hamacas duren varias décadas más, para poder pasárselas con las fotos a mi hijo. Espero que como a mí, a él también las hamacas le relajen el alma, y lo llenen de alegría. Porque cuando el encanto de la hamaca sobrevive la niñez, no hay nada mejor en este mundo.

ADN culpable

probeta

Mi carrera académica acabó hace catorce años.

En una reunión a puerta cerrada, el decano fue el único que habló en mi comité de evaluación:

«Usted es el microbiólogo más incompetente en la historia de esta institución»

«Estas son las muestras más contaminadas que he visto en mi vida»

«Me voy a asegurar personalmente que ninguna institución científica lo contrate»

Sin derecho a réplica, esas palabras decidieron mi futuro. Doce años de estudios superiores se fueron por la cañería del desagüe, y mi vida cambió para siempre. El decano cumplió su palabra: nadie me dío trabajo. Comencé a beber demasiado, se destruyó mi matrimonio, y me quedé en la calle.

Unos años después logré recuperarme. Encontré trabajitos de laboratorio en la industria biotecnológica, cosas que normalmente se les dan a practicantes de universidad. Hace dos meses, después de años como trabajador de planta, me ascendieron a control de calidad en la compañía de insumos médicos y forenses en la que trabajo.

Hoy, catorce años después, estoy en otra reunión a puerta cerrada, de nuevo sin derecho a réplica:

«Los resultados de control de calidad llegaron ayer. La contaminación concuerda perfectamente con su ADN, así que usted fue el que contaminó nuestro producto»

«Por lo menos cuarenta casos por asesinato van a tener que ser reprocesados por la contaminación con su ADN. Su incompetencia nos costó el contrato con la policía de la ciudad»

«Personalmente me aseguraré que nadie en la industria lo contrate de nuevo»

La ironía de dos reuniones a puerta cerrada tan parecidas no deja de molestarme un poco. Pero esta vez el despido es justificado. Es consecuencia directa de mis acciones, así que sonrio.

Después de todo, la venganza tiene un precio. Un precio muy pequeño comparado con la satisfacción del crimen perfecto, y el dulce recuerdo de los gritos de agonía del decano.

 

Meg Ryan saliendo del supermercado.

logo
Yo ví a Meg Ryan saliendo de Vons.

Me quedé mirando mientras ella estaba entrando a su carro. Si sería ella? Tenía lentes oscuros, chaqueta y pantalones blancos, el pelo rubio inconfundible. No me atreví a llamarla ni a decir nada, mi Inglés apenas daba para decir «please» y «thank you».

Hacía poco que yo vivía en la zona y pensé que Meg Ryan comprando en el supermercado era algo muy fuera de la común. Cuando le comenté al señor que me alquilaba un cuarto en La Jolla Shores Drive, él también dudó que yo había visto a la actriz.

Pero Meg Ryan tenía que comprar comida como el resto de la gente, eso no era tan fuera de lo común. Lo realmente fuera de lo común era el lugar donde yo había llegado.

La Jolla era un barrio de ricos. A media cuadra del supermercado, en la esquina, había una tienda de Ferrari (hoy en día es una tienda de Maserati, la tienda de Ferrari se pasó a la esquina opuesta porque un sólo local de autos de lujo les quedaba chico). La Jolla fue lo primero que ví de los Estados Unidos y por eso su rareza quedó desapercibida entre tanta cosa nueva. Las calles con palmeras bordeando el malecón, el parque con pasto al lado de la playa. La gente en patines y bicicletas paseando sus perros, unos animales entrenados y de una obediencia inhumana. Todo eso lo había visto una y mil veces en las películas.

Por eso Meg Ryan no estaba fuera de lugar en La Jolla comprando su comida. Ella sin lugar a dudas pertenecía a la película llamada La Jolla, California.

Me iba a tardar varios meses en darme cuenta. Pero el que realmente estaba fuera de lugar era yo.